Mirar hacia el interior de un restaurante y palpar cómo se sostiene no solo desde sus platos, sino desde sus valores y compromiso con el entorno, siempre es un lujo. Y eso fue precisamente lo que Oda me presentó en este viaje lleno de aprendizajes: cómo un grupo de amigos, con una visión clara de proyecto, se une para tejer lazos con productores urbanos y entregar el producto más transparente posible a sus clientes. Su carta no solo refleja la creatividad de sus creadores, sino que cuenta una historia sobre la importancia de la sostenibilidad en los negocios de restauración, y demuestra que sí es posible formar parte positiva de la cadena de valor de los alimentos.
Enamorados de su ciudad y de su país, Jaime, Coco, Ma. Alejandra y Jorge, me mostraron un lado B de Bogotá que no conocía. La primera parada fue un ajiaco sabroso en Plaza la Perseverancia, en Tolú, de las manos de Mamá Luz y su equipo. Un abrazo de bienvenida que te deja la panza contenta con sus sabores a papas locales, caldo de gallina, guascas, alcaparras y una dosis “saludable” de suero. Este primer encuentro me dejó lista para lo que venía al día siguiente: un paseo por el Jardín Botánico de Bogotá, que no solo muestra la diversidad de flora que tiene Colombia, sino que es un centro que rescata plantas y hierbas endémicas para el consumo local y uso medicinal. Funciona como un “botiquín viviente”, en colaboración con bancos de semillas y productores locales.
Viajamos unos 30 minutos fuera de Bogotá para visitar Huerta Micaela, un aliado importante para el equipo de Oda por ser un proveedor de hortalizas y aromáticas. Una familia hermosa, dedicada a la producción de alimentos, animales y abejas, que han aprendido, con paciencia, el ritmo de la tierra para obtener lo mejor para la mesa. También colaboran con el Jardín Botánico mediante un pequeño banco de semillas, y comparten conocimientos con quienes muestran el mismo respeto por la tierra. Almorzamos un sancocho delicioso de las manos del equipo de Oda: de la olla al plato, un caldo humeante con yuca, choclo y gallina tierna que nos calentó el cuerpo.
Nos despedimos de María Isabel Orjuela y su pareja Guildardo Quiroga, y en el camino hicimos una última parada en la huerta de otra aliada: Chavela, de la Huerta Tunta. Una mujer cuya generosidad emana de los poros. Nos recibió con un jugo de tomate de árbol y con sus gatos, que jugaban entre los arbustos de la huerta. Chavela nos contó sobre su trabajo en la parte trasera de su casa, donde cultiva verduras, plantas medicinales y árboles frutales. Su huerta, heredada de sus abuelos hace más de 100 años, la mantiene con su familia y es parte de la red de productores urbanos de Bogotá que han encontrado en el cultivo una forma digna de subsistencia y conexión con la tierra, que resulta en la entrega de productos orgánicos a restaurantes.
El día siguiente fue realmente un regalo. Visitamos Agua Siembra, la marca de agua que utilizan en Oda y en algunos restaurantes de Bogotá. Junto a su fundador, Felipe Mejía, y Javier Montaño encargado de marketing de la marca. Conocimos el proceso mediante el cual embotellan el agua de una vertiente natural que nace en Guasca, a 2750 metros de altura. Su objetivo no es la producción masiva, sino la calidad: parte de su compromiso es repoblar el páramo con especies endémicas, para que las vertientes sigan alimentándose naturalmente.
Hicimos una actividad con Javier que me marcó mucho. A veces, en el trajín de la vida, olvidamos la importancia del agua. No solo nos nutrimos de ella: su cadencia siempre es sanadora porque es vida. Formamos un círculo, compartimos recuerdos relacionados con el agua y elegimos una carta que nos revelaba algo que necesitábamos escuchar en ese momento. Una forma realmente inspiradora de terminar una tarde cargada de naturaleza, aire puro y mucho cariño al ver un producto con propósito.
En nuestro último día, conocimos a Judy Briceño, agricultora de papas nativas colombianas, quien nos mostró las variedades de tubérculos que cultivan en la finca familiar. Sembramos maíz y, una vez más, admiramos el páramo generoso y sus productos. Regresamos a Bogotá para nuestro cierre: la cena en Oda.
La cena fue una síntesis perfecta de todo lo vivido: un menú basado no solo en proteínas bien curadas, si no en técnicas muy bien ejecutadas, sobretodo las verduras. Hoja de oreganón crujiente con guiso andino y tomates de temporada. Caldo de cebolla con hongos confitados en mantequilla marrón y helado de cebolla, donde ese sabor a tierra húmeda llenaba el paladar con el dulzor tan característico de la cebolla cocida. Una suerte de tartar de cola de res desmechada, con puré de maduro, kale frito y pan de masa madre. Pesca del día: trucha blanca local, sencillamente cocinada en sus propios jugos y borojó, acompañada de papa criolla richi y queso campesino. Y, para cerrar: mousse de miel Cocomá, helado de jengibre y gelatina de miel, naranja y maní; un envuelto de banana, bocadillo de Vélez, chucula de Tolima, hinojo y crumble de queso costeño.
Una experiencia de mucho aprendizaje que me acercó a la realidad de las ciudades latinoamericanas, donde todos deberíamos preguntarnos cómo incorporar nuestras huertas urbanas a la mesa de los restaurantes. Esta cercanía no solo dará productos más honestos, sino que nos permitirá seguir alimentando la cadena de valor de lo que también usamos y cocinamos en casa.
todo en su lugar, todos en la mesa
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